domingo, 16 de enero de 2011

Capote, su visión de Jane B, cabeza de dalia

(En el siguiente prólogo, escrito por Truman Capote para la obra completa de Jane Bowles, da una visión física, de la personalidad, y de la vida de la escritora. La descripción resulta interesante, Jane Bowles ha sido una escritora silenciada durante muchas décadas)

Debe de hacer siete u ocho años desde que vi por última vez a esa leyenda moderna llamada Jane Bowles, y tampoco he sabido nada de ella, al menos directamente. Pero estoy seguro de que no ha cambiado; de hecho, algunos viajeros que han estado recientemente en el norte de África y que la han visto o se han sentado con ella en algún sombrío café de la kasba me han dicho, y estoy seguro, que Jane, con su cabeza como una dalia, con su pelo corto y rizado, su nariz respingona y sus ojos de un brillo malicioso, y algo alocados, con esa voz suya tan original (un áspero soprano), sus ropas de muchacho, su figura de colegiala y su leve cojera, es más o menos la misma que era cuando yo la conocí hace más de veinte años: ya entonces evocaba al golfillo eterno, tan atractivo como el más atractivo de los no adultos, y sin embargo con una sustancia más fría que la sangre corriendo por sus venas, y con un ingenio y una sabiduría excéntrica que ningún niño, ni siquiera el más extraño, haya poseído jamás.
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Cuando conocí a la señora Bowles (¿1944? ¿1945?) ya era, dentro de ciertos círculos, una celebridad: aunque sólo tenía veintitantos años, había publicado una novela muy original y comentada, Dos damas muy serias, se había casado con Paul Bowles, compositor y escritor de talento, y ambos habitaban en una elegante pensión que había abierto en Brooklyn Heights el ahora difunto George Davis. Entre los compañeros de pensión de los Bowles figuraban Richard y Ellen Wright, W.H. Auden, Benjamin Britten, Oliver Smith, Carson McCullers, Gypsy Rose Lee y (según creo recordar) un domador de chimpancés que vivía allí con una de sus "estrellas". En fin, una casa más bien movida. Pero aun en medio de una comunidad tan vigorosa, la señora Bowles, por su talento y por las extrañas visiones que este alberga, y por la sorprendente mescolanza de candor de perrillo juguetón y de dosificación felina de su personalidad, seguía siendo una presencia dominante y de primera línea.
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Jane Bowles es una autoridad lingüística. Habla con la mayor precisión francés, español y árabe...y puede que ése sea el motivo de que los diálogos de sus relatos parezcan, o me parezcan a mí, com una traducción al inglés de alguna deliciosa combinación de otros idiomas. Además, dichos idiomas los aprendió sola, como consecuencia de su carácter nómada: de Nueva York se fue a vagar por Europa, y se alejó de allí y de una guerra ya inminente viajando a Centroamérica y México; descansó luego una temporada en esa histórica comunidad de Brooklyn. A partir de 1947, ha residido casi siempre en el extranjero; en París o en Ceilán, pero, sobre todo, en Tánger; de hecho, Jane y Paul Bowles pueden ser ya considerados sin vacilación como tangerinos permanentes, tanto se han adherido a ese empinado puerto de mar de blancos y sombras. Tánger se compone de dos partes mal emparejadas: una gris y moderna, atestada de edificos comerciales y de casas de pisos altos y lúgubres, y la otra, una kasba que baja por un laberinto medieval de callejas, arcadas y piazzas que huelen a kif y a menta, hacia el puerto bullicioso de pescadores y con las sirenas de los barcos atronando. Los Bowles se han instalado en los dos barrios; tienen en el más nuevo un apartamento y también un oculto refugio en el más sombrío vecindario árabe: una casa nativa que debe ser una de las moradas más diminutas de la ciudad, los techos son tan bajos que tienes que pasar prácticamente a gatas de una habitación a otra; pero las habitaciones en sí son como una encantadora serie de Vuillards tamaño postal, con almohadones moriscos desparramados sobre alfrombras con diseños también moriscos, todo acogedor como una tarta de frambuesa y todo iluminado por intrincadas lámparas y ventanas que dan acceso a la luz de los cielos marinos y ofrecen una panorámica que combina minaretes y barcos y los tejados enjalbegados de azul claro de las casas nativas, que retroceden como una escalinata fantasmagórica hasta el bullicioso muelle. O así es el recuerdo de mi única visita una tarde, a la hora del crepúsculo, oh sí, hace ya quince años.
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Un verso de Edith Sitwell: "Jane, Jane, la luz de la mañana ya vuelve a crepitar...". Es un poema que siempre me ha gustado, sin que, como me pasa a menudo con esta particular autora, lo entienda en absoluto. A menos que luz de la mañana sea una imagen que signifique el recuerdo (?). Entre mis recuerdos de Jane Bowles, los más satisfactorios giran en torno a un mes que pasamos en habitaciones contiguas en un hotel agradablemente de la rue de Bac durante un gélido invierno parisino: enero de 1951. Cuántas tardes de frío pasamos en la acogedora habitación de Jane (llena de libros y de papeles y alimentos y un vivaz cachorrillo pequinés blanco comprado a un marinero español); largas veladas oyendo el fonógrafo mientras Jane preparaba chapuceros y maravillosos guisos en el hornillo eléctrico: es buena cocinera, sí, señor, y también un poco glotona, como sospechara quien lea sus relatos, que abundan en descripciones de comidas y de sus ingredientes. Cocinar es sólo uno de sus muchos dones extraordinarios: también es una imitadora inquietantemente exacta y puede reproducir con nostálgica admiración las voces de ciertos cantantes, la de Helen Morgan, por ejemplo, y la de su íntima amiga Libby Holman. Años después, yo escribí un relato titulado Entre las sendas del Edén, en el que, sin darme cuenta, atribuí a la heroína varias caracterísitcas de Jane Bowles: la envarada cojera, las gajas, sus brillantes e inteligentes habilidades mímicas. Yo no pensaba en la señora Bowles cuando inventé a Mary O'Meaghan, personaje al que nada se le parece en lo esencial; pero el que surgiera así un fragmento de ella dará una idea de la poderosa impresión que Jane siempre me había causado.
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Aquel verano trabajaba en La casa de verano, la obra que tan delicadamente presentarían luego en Nueva York. No soy muy aficionado al teatro: casi nunca aguanto una obra más de dos veces; pero ésta la vi tres veces, y no por lealtad a la autora, sino porque tenía un ingenio espinoso, el aroma de una bebida nueva, de acritud refrescante..., las mismas cualidades que me atrajeron de entrada en la novela Dos damas muy serias.
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Mi única queja contra la señora Bowles no es la calidad de su obra sino simplemente la cantidad. Este volumen constituye toda su estantería, por así decirlo. Y aunque estamos agradecidos por tenerlo, querríamos que hubiera más. Una vez, hablando de un colega de pluma, alguien con más facilidad que nosotros dos, Jane dijo: "Es que a él le resulta tan fácil...No tiene más que mover la mano. Sólo eso". En realidad escribir nunca es fácil; por si alguien no lo sabe, es el trabajo más duro que hay; y para Jane creo que es difícil hasta el punto de ser auténticamente doloroso. ¿Por qué no, cuando tanto lenguaje como tema se persiguen a lo largo de sendas tortuosas y pedregosas canteras: las relaciones nunca materializadas de sus personajes, las incomodidades físicas y mentales con las que les rodea y satura, cada habitación una atrocidad, cada paisaje urbano una creación con estridencias de neón?. Y sin embargo, aun cuando el sentimiento trágico es algo central en su visión, Jane Bowles es una escritora muy divertida, una especie de humorista, aunque desde luego no de la Escuela Negra. Camp Cataract (en mi opinión el más completo de todos los relatos de la señora Bowles, y uno de los más representativos de su obra) es una muestra irresistible de compasión controlada: el relato cómico de un destino calamitoso que tiene en su corazón, y como corazón, una sutilísima comprensión de la excentricidad y del aislamiento humano. Sólo este relato exigiría ya que otorgásemos muy alta estima a Jane Bowles.
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Truman Capote, prólogo para Obras escogidas de Jane Bowles, publicada por Peter Owen, Londres, 1966. La antología contiene: Dos damas muy serias, siete relatos, y la obra de teatro En la casa de verano.

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