domingo, 5 de diciembre de 2010

Guimarâes Rosa, relatos del Brasil profundo

Contraperiplo
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¿Y usted quiere llevarme, distante, a las ciudades?. Despacio. Todo para mi, es viaje de vuelta. Y no en cualquier oficio ¿eh?. El que tuve yo hasta hoy, que me gusta y del que algo entiendo, es el de guía de ciegos: esfuerzo destino que me place.
¿Y me dejarán ir? Desde que mi ciego don Tomé pasó, me maltratan, golpean, murmuran desconfiados. Tierra de injusticias.
Aquí paramos, meses, a causa de mujer, por cuenta del fallecido. Detengan, entonces, a la mujer, aprétenla, al marido rufián, que expliquen ellos, claramente, lo que no llegó a ocurrir. Terrible, la mujer. ¡Comisario, contenga, si puede, el alma de mi señor Tomé ciego! Se amancebaba oculto con la mujer, Ña Justa, ¿alguién lo supo? Yo preveía y gobernaba. Lo que no me cabe es cómo rodó barranca abajo, cómo fue a rendir el alma. Decidir yo no decido; divulgo, apenas: que las cosas comienzan de veras por detrás de lo que ocurre, en contracurso; cuando el remate sucede, ya están desaparecidas. Suspiros. Declaro, ahora, defino apenas. Usted nada me preguntó. Yo sólo respondo a lo que no me preguntan.
Las mujeres locas por él, que era un Jesús, con su barba. Pero, él, primero, me preguntaba: -¿Es linda?. Le informaba que sí, siempre. Para mí cada mujer vive hermosa: las rojas, las pardas, las blancas, en los caminos. ¿Gustaban de él, ciego completo, porque de ellas no podía descubrir formas ni facciones?. Don Tomé se encrestaba, lavaba con jabón su cuerpo, mendigaba ropas. Yo bebía.
Deambulábamos, sitio tras sitio, sin prevenir que ya estábamos en rumbo hacia aquí. Traigo culpas sepultadas. Uno en la calle, arrastrando ciegos, suele afligirse como el que avanza, al revés de todos, contra corriente.
No era así con mi patrón. Yo dirigía él me secundaba, tomado cada uno a una punta del bastón labrado en plomo. ¿Beberé para imponerme amores de otros?. Me renegaban diciendo que no andaba ya en edad de guía de ciegos, vieja la mano, maltrecho, y además, cabezón y jorobado. El pueblo sabe las faltas. ¿Y no ha de ser que yo, para no ver, vengo a evocar lo ajeno?. Bebo. Tomo hasta apagarme, veo otras cosas. El sabía esperarme, cuando yo, borracho, terminaba en el suelo. Me aconsejaba. Súplica de ciego: que vea más de lo que ve quien pueda.
Me envidiaba: no veía que yo era defectuoso, feazo. ¡Odio era lo que sentía porque sólo yo veía enteras las mujeres que de él gustaban!. Conducir ciegos ¿es como arrastrar al condenado, al de ningún poder, al que, sin embargo, adivina más que nosotros?. El harapiento sólo puede reírse del andrajoso. Sentía ganas suaves de montarlo, sin freno, sin espuela...
Y acá estamos, así es. La mujer miró al ciego, con modos de quien entrega, con fuerza toda guardada. Esa era la distinta, la muy fulana: fea, fea a pesar de los poderes de dios. Pero quería, era fatal. Se arrodilló para pedirme, deseaba que yo, a mi señor ciego, mintiese. Procedí: -Esta es hermosa, la más, le dije, di seguridades. El ciego acarició su barba, paseó su mano por los brazos de ella, el gesto osado. Suspiró, ardiendo como ojo de brasa. No tuve remordimiento. Jadearon los dos, lloraron, enternecidos, airosos.
Se encontraban, cada noche, después que yo, con lo mejor, con lo oportuno, ambientaba y luego, a la distancia, me quedaba vigilando. La desedeñaba el marido, seco el hombre, extravagante, no asomaba jamás por su casa. ¿Alguien sospechó?. Nadie como un ciego para esconder logros. ¿Y quién vigila como yo?. Ella me daba aguardiente, comida. También él me complacía. Ponía la feria en mis manos. Me cuidaban. ¿Qué podía durar de ese modo, en tan colmada estima?.
No se aquieta la vida. Hasta que el ciego se despeñó en lo oscuro del barranco, en lo mortal. Había que verlo venirse en delicias. La mujer perseveraba -que maullara a perros, que ladrase a gatos. ¿Qué tengo que ver yo en el asunto?. Todos se empecinan en llamarme ladrón. ¿Acaso no era ciego el que murió?.
Los dos necesitándome, en las pausas. La mujer, loca, instándome a que a él le reprodujese sus presumidas bellezas. Don Tomé, de esas nuestras no contrariadas charlas a solas, extraía celo, porfías, enojos. Pero yo le informaba falsamente leal: que los ojos de ella despedían fulgores, que el resplandor de sus dientes, aquellas chispas, el sumo color de las mejillas. Don Tomé, frotando barbas, sorbía también el deleite de describirme lo que el amor le daba. Su pasión no decaía. ¿Sólo es posible no ver siendo ciego?. El marido, inmoral, bebía conmigo, quería mi complicidad, apoderarse del dinero de la bolsa...Yo, borracho y frágil, diminuto ¿debo enmendar ceguera y locura de todos?.
Yo si me dejaran, debelaba y concertaba. Pero no hay quien espere a la esperanza. Todos siguen, a tontas y a locas, hasta hacerse estallar. Entiéndame. Aquí, donde él halló el desastre, otros especulan, me afrentan y, desde el final al principio, me encuentro sin río ni puente.
Día que dio en mala noche. El se extravió, bordeando el precipicio; y en lo muy oscuro, cayendo, fue a morir. ¿No habría sido puro azar, racha negra?. Cosa de solitario desafiar, celoso, buey bufando, y ay, resbaló, roto, ensangretado, terrible, de la tierra.
¿O el marido, ardiendo por matar y robar, empujó al otro, hoyo abajo?. Es de noches alunadas cuando más son los peligros para el ciego...
Y Don Tomé, hasta el final, desvariaba: ¡Decía que estaba volviendo a ver!. Delirios de pasión, desmesuras del deseo, querer cueste lo que cueste, avistar a las mujer -sus trazos- aquella hermosura que, nosotros tres, desfeando, tanto hubimos inventado. Entreviendo que ella era de real mala figura , ¿no pudo él, desilucionado de dolor, haber llegado al suicidio, despeñarse?. No hay peor ciego que el que quiere ver...Dio en la muerte.
¿O que ella, viendo que él habría de ver, haya querido, ante todo, destrozar lo asombroso, empujándolo cuesta abajo, al visionario?. Carácter de mujer es cáscara y carozo. Ella, hacia lo último, ya se estremecía, de pavores de amor, siempre que él, palpador, con fuertes ansias, manoseaba su cara, la que él oyó decir, dedeando. Así debió ser...
Si en el momento yo estaba embriagado, borracho, cuando él se despeñó. ¿Qué puedo saber?. ¡No me entiendan!. Dios ve. Dios aturde y mata. Lo que cabe aguardar son sólo restos de vida.
Dice la mujer que me acusará del crimen, sin pena, si no me atrevo con ella...El marido, terrible, gemidor, dice que fui yo el denunciante...Feroces, los otros, amenazan, me injurian...Usted no dice nada. Tengo y no tengo. ¡Préndanme! ¡Lárguenme!. La mujer ya anda casi preñada. Me llamo Prudenciano. Ahora el ciego ya no ve más...¿La culpa será siempre del lazarillo?.
Sólo he de recomenzar si hay otras cosas por proseguir. ¿O es que Dios no es mundial?. Temo que sea yo el terrible.
Y usted, amistoso ¿todavía quiere llevarme a sus ciudades?. Decido. Pregunto por dónde ando. Acepto, sabiendo, en este lento ir hacia lejos. Volver hacia el final de la ida. Repienso, no pienso. Me escucho maldecir a mi fallecido cuando las nostalgias se me dan. Ciudad grande, allá el pueblo es infinito.
Voy, como guía de ciegos, siervo de dueño ciego, iluminante, usual en lo inusual, con usted, don Desconocido.
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Joâo Guimarâes Rosa (1908, Cordisburgo, Minas Gerais -1967, Río de Janeiro). Narrador. Uno de los grandes de las letras latinoamericanas. Traducción: Santiago Kovadloff, de Menudencia. Libros: Sagarana, 1946. Cuerpo de Baile, 1956, luego se divide en dos volúmenes: Noches del sertâo y Urubuquaquá, 1956. Gran Sertón: Veredas, 1956. Primeras historias, 1962. Estas historias, 1969. Menudencia, 1968.

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